¿VENIR AL MUNDO O SER TOMADO?

Por: Diana Patricia Carmona Hernández

Lo cierto es que no fue nada fácil inducir a
Oliver a que cargara con la responsabilidad de respirar —práctica molesta, pero
que la costumbre ha convertido en necesaria para llevar una vida normal—, y
estuvo un buen rato jadeando sobre un pequeño colchón de borra, tratando de
mantener el equilibrio mientras se mecía entre este mundo y el otro, con la
balanza claramente inclinada hacia el segundo. Pues bien, si durante ese breve
espacio de tiempo Oliver hubiera estado rodeado de abuelas preocupadas, tías
nerviosas, nodrizas experimentadas y médicos de gran sabiduría, no cabe duda de
que hubiera muerto inevitablemente en cuestión de segundos.

Charles Dickens. Oliver Twist

Con el empeño de dilucidar los mecanismos estructurantes que dan cuenta de la inserción del niño en lo social y las dinámicas contingentes que operan en la relación entre éste y la cultura, el presente coloquio se propone circunscribir la función humanizante de la pulsión para el viviente, destacando cómo a partir de ella se instituyen para aquel que viene al mundo los vínculos con el entorno, los mismos que a manera de una amalgama para ser descifrada permitirán formular o intuir las posibles lógicas que subyacen a la condición del niño en la época actual.

Para tal propósito quisiera retomar el siguiente relato. En la Roma antigua[1], la criatura recién nacida no venía al mundo si no era por la decisión del jefe de familia. La manera usual como se daban los partos ilustra la cuestión: la parturienta estaba sentada en una silla especial -lejos de cualquier mirada masculina- y asistida por la partera; bien sea que la madre sobreviviera al parto o que fuera debido extraer de su cuerpo inerme a la criatura, ésta última era dejada por la comadrona en el suelo. El padre -o en su ausencia un representante encomendado por él- levantaba del suelo al recién nacido en señal de que era tomado, acogido como hijo suyo, o despreciaba hacerlo en señal de rechazo pasando a ser un niño expósito. Exponer era la forma de denominar la intención y el hecho de no acogerlo y podía hacerse ante la puerta de la vivienda familiar o en algún basurero público donde podría correr así mismo dos destinos: ser tomado por otros o morir abandonado. Las razones por las que se tomaba o exponía un hijo estaban determinadas por variantes como el sexo de éste (se exponía con mayor frecuencia a las niñas), el origen de la madre (no se tomaba a los hijos de las esclavas), la posibilidad económica del grupo familiar[2] y las disposiciones testamentarias propias de la época, entre otras. Sucedía también, en ocasiones, que la exposición era simulada en tanto la madre se aseguraba de que su hijo fuera criado por otros en secreto, así este podía convertirse en esclavo y posteriormente, quizás, en liberto de aquellos padres sustitutos si eran –por supuesto- ciudadanos. La adopción era del mismo modo una práctica bastante generalizada en la Roma descrita, posible de hacerse en cualquier momento de la vida de un individuo, niño o adulto, y por parte de cualquier ciudadano.

La operación anteriormente descrita marcaba para el niño, en un momento primordial, el ingreso o no en lo social, específicamente introducía la posible condición de ciudadano, de hombre para el Estado, y situaba –digámoslo de paso- a la familia como institución pública. Es posible apreciar a partir de allí cómo la condición de niño, hijo, padre o madre es un acontecimiento que rebasa lo puramente biológico, en tanto está atravesado por unas lógicas particulares a la época y a sus discursos: ser tomado o expuesto hacen parte de unas coordenadas que nos pueden ayudar a pensar el niño en la contemporaneidad, sin excluir otras lecturas posibles. Para algunos historiadores, y en ello puede coincidir el psicoanálisis, el cambio de actitud o el desplazamiento de la condición respecto del niño a lo largo de la historia obedecen a una mutación fundamentalmente cultural[3], esto es, que puede frenarse o expandirse gracias a efectos de fuerzas políticas y sociales. Precisando, sin embargo, que para Freud la cultura se define como: “toda la suma de operaciones y normas que distancian nuestra vida de la de nuestros antepasados animales, y que sirven a dos fines: la protección del ser humano frente a la naturaleza y la regulación de los vínculos recíprocos entre los hombres”[4], será menester detenernos de forma especial en este último factor y retomar la pregunta freudiana sobre ¿cuáles son los influjos a que debe su origen el desarrollo cultural?, pues ello habrá de conducirnos a la idea –que dicho sea de paso Freud no abandonó desde 1897 hasta sus últimos días- de que la cultura consiste en la renuncia pulsional, con todas las paradojas y vicisitudes que ello genera en el devenir psíquico del individuo.
En el acto de ser tomado -para servirnos de la denominación romana- desde la perspectiva psicoanalítica interviene el otro quien, como lo describe Freud, auxilia al viviente casi inerme que no separa todavía su yo de un mundo exterior de donde le vienen sensaciones. El mecanismo de la eficacia muscular –único patrimonio en este nuevo mundo- revela la imperfección del aparato anímico en su misión de reducir a cero toda cantidad de estímulo que le afecte. La situación parece así natural, el ser vivo adquiere un primer distingo y una primera orientación[5] a partir de un adentro y un afuera, pero en realidad es profundamente compleja; no se trata sólo de que el objeto de la satisfacción sea “bueno” –y entonces incorporado en el yo- o “malo” –para ser expulsado afuera-, sino también de que pueda ser reencontrado en la percepción[6].

Freud se esfuerza no sólo en Pulsiones y destinos de pulsión sino también en textos como Introducción del narcisismo, La negación y Formulación sobre los dos principios del acaecer psíquico, entre otros más, en desovillar lo acaecido en aquel momento mítico, dejando la idea de que sería imposible pasar de un yo-real (inicial) a un yo-placer y, luego, a un yo-real (definitivo) sin la intervención del Otro que satisface en posición de amparo las urgentes necesidades desde afuera. Incluso, frente a la satisfacción alucinatoria encuentra que el desengaño –representado por la ausencia de la satisfacción esperada- es el que trae como consecuencia el abandono de dicho intento y obliga así al aparato psíquico a “representar las constelaciones reales del mundo exterior y a procurar la alteración real.”[7] Pero para que ello ocurra, nos dice Freud, deben haberse perdido objetos que procuraron anteriormente una satisfacción real.

Esta condición, el rasgo heterónomo de la pulsión en oposición al autónomo del instinto, impele entonces al aparato anímico a expandir sus vínculos con el entorno. La pulsión, como medida de la exigencia de trabajo impuesta a lo anímico en su relación con lo corporal demanda del aparato un nuevo esfuerzo, diverso al del mecanismo de huída y que para la solución del apremio de la vida requiere que el Otro instale el objeto posible de satisfacción, aunque éste, paradójicamente, no esté dentro de sus posesiones. Así el Otro con su irrupción, su seducción, instituye lo sexual y ello -sabemos para Freud- tiene un carácter traumático. Podríamos conjeturar entonces que desde esta perspectiva ser sexualizado, erotizado, traumatizado, corresponde a una forma de ser tomado por el Otro. En la experiencia de la posición de amparo de la madre –o quien en ese el lugar se dispone- se instaura así la estructura donde se da un lugar al niño respecto de una lógica inconsciente. La satisfacción de lo trieb[8] se lleva a cabo -en todos los casos- en la cancelación del estado de estimulación en la fuente, esto es, en el ir y volver que necesariamente hace un rodeo cuya movilidad es denominada por Freud viscicitudes de la pulsión y en la cuales señala la emergencia de los fenómenos psíquicos; este movimiento de la pulsión en torno al objeto es pues primordial para que se instituya el vínculo pero donde –como lo expone Freud- el objeto es lo mas variable.

Ahora bien, en El malestar en la cultura se plantean algunas cuestiones inherentes a la ligadura entre la cultura y la pulsión: primera, es que no hay vínculo social posible sin renuncia pulsional, en tanto la pulsión es precisamente heterogénea al vínculo que se constituye ya que aspira sólo a su satisfacción y tiene como único motor el empuje (drang); segunda, la cultura impone a todos por igual la misma renuncia, haciendo con ello una negación de la especificidad del individuo; tercera, la cultura propone vías –sublimatorias dice Freud- mediante las cuales se pueda tramitar ese resto pulsional que continúa en su empuje; y cuarta, la idea de que los ideales políticos y hasta los éticos se asoman como un fracaso en la tarea de llevar a cabo esta tramitación. Para Freud estos últimos son tomados como formaciones de ideal de los seres humanos y situados en la cúspide de los valores más elevados de una cultura[9] -junto a las especulaciones filosóficas y los sistemas religiosos- que operan como representaciones acerca de una perfección posible del individuo, del pueblo y de la humanidad.

Pero, ¿cuáles son sus requerimientos? ¿Se caracterizan de manera diversa en las diferentes épocas? ¿A qué factores respondería tal diferencia? El problema de la actualidad se presenta como un derrotero de trabajo sobre el cual podemos, por el momento, adosar lo siguiente: no es posible, en realidad, categorizar de forma absoluta la condición del niño en un período histórico-cultural dado, pues los fenómenos y los hechos que intervienen en esta dinámica sufren de cierta movilidad y conservación en el tiempo; sin embargo -o merced a ello- sí es posible observar que tanto la aparición como el “velamiento”, es decir, la forma de iluminar, en ocasiones, de despreciar, en algunos casos, de cubrir, en otros, los hechos y fenómenos que se dan en un momento de una cultura y un pueblo atañe específicamente a las lógicas propias de dicho momento. ¿De qué familia se habla hoy?[10] ¿De qué padre se trata? ¿Qué exigencias impone al niño la educación actual? ¿Qué lugar ocupa el niño respecto del discurso de la ciencia? ¿Cuáles son las vías de escape propuestas por la cultura para la tramitación pulsional? ¿Qué lógicas enmascara el asunto de la individualización[11] del niño? Estas cuestiones pueden ayudar en la comprensión de las represiones y prescripciones propias de nuestra cultura y en una cierta delimitación de las lógicas que participan en la forma como el niño es tomado o expósito en la contemporaneidad.

En fin, podríamos inscribir allí –a manera de premisas- una relación de fenómenos sociales contemporáneos tales como: procesos de socialización a más temprana edad -representados en el ingreso a guarderías y preescolares y en la existencia de programas de estimulación temprana, incluso intrauterina-, intervenciones educativas y farmacológicas dirigidas a una “higienización” de la conducta y del afecto del niño, avances médicos cada vez más sofisticados en el diagnóstico de cualquier tipo de anomalía, uso frecuente de métodos de fertilización que permiten hacer una “selección” del niño, celeridad en los procesos de aprendizaje y, en fin, toda una serie soportada sobre dispositivos tendientes a estimular, tecnificar, adecuar y domesticar al niño. El siglo XIX trae consigo todo un cambio en la atención sobre el niño, se sustituye la idea de caridad por la de prevención y se crea un “mercado de la infancia” que se desarrolla especialmente en los campos médico, jurídico y escolar. El niño, encauzado así bajo el discurso del proteccionismo y de una supuesta condición, no poder dar cuenta de sí, responde no obstante mediante síntomas: depresión, suicidio, toxicomanía, fracaso escolar, delincuencia, entre otros.

Ya en 1930[12] nos advierte Freud: “la familia no quiere desprenderse del individuo. Cuanto más cohesionados sean sus miembros, tanto más y con mayor frecuencia se inclinarán a segregarse de otros individuos, y más difícil se les hará ingresar en el círculo más vasto de la vida”; casi un siglo después pareciera que asistimos mediante esta “sobreprotección” del niño -para usar un término familiar- a la implantación de dispositivos que generan individuos más dependientes ya no de la familia quizá, pero si de los ofrecimientos del mercado y de sus modelos especulares: los niños deben ser más protegidos, tienen más peligros, necesitan más objetos para vivir, están más desvalidos que nunca…y entre uno y otro lo público es cada vez más privado, las nuevas tecnologías ofrecen un mundo alterno al de la realidad y el discurso pedagógico se presta cada vez con mayor fuerza a inventar formas de contener al niño.

Observemos entonces cómo el niño ya no es del Estado como lo era el romano -al menos no hablamos en la contemporaneidad del mismo Estado-, cómo en algunos casos pareciera no pertenecer a ningún linaje –tal y como si se daba predominantemente en los siglos XVI y XVII-, y de qué forma las particularidades modernas de la familia y las lógicas de la ciencia le otorgan otro lugar. En tal sentido, quizá sea menester en otro momento examinar cómo la naturaleza de lo público y de lo privado se han modificado relevantemente para nuestra época. Sin embargo, hacerse a un cuerpo, situarse en una historia con respecto a sus antepasados –estirpe o familia nuclear- o estar atravesado por los ideales de una época y una sociedad, se presentan como cuestiones actuales y fluctuantes a cualquier período histórico, de allí que al comienzo de este coloquio habláramos de mecanismos estructurantes tanto como de contingencias en la relación individuo y cultura.

Quedan por pensar en la dialéctica propuesta del ser tomado o expósito, los discursos que sobre el niño pesan en la actualidad. La reflexión psicoanalítica contemporánea se ha expresado al respecto de los cambios que los discursos actuales revelan: de un lado, cómo los significantes que antes universalizaban ahora no son tales haciéndose cada quien a los suyos y, de otro, sobre la forma contemporánea de uniformar y homogeneizar. Me gustaría entonces plantear una inquietud última ¿responde el discurso contemporáneo en su forma de intervenir sobre el niño a una idealización de éste? Y, si así fuese, ¿cuáles las consecuencias subjetivas para él?

[1] Veyne, Paul, “Desde el vientre materno hasta el testamento”, En: Aries, Philippe, Historia de la vida privada, Vol 1, Madrid, Ed. Taurus, 2001.

[2] En las provincias, las familias solían cederse entre sí a los niños en razón de un límite de bocas posibles de alimentar con los recursos poseídos.

[3] Gélis, Jacques, “La individualización del niño”, En: Historia de la vida privada, Vol III, Op. Cit.

[4] Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, Obras completas, Vol XXI, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1978, página 88.

[5] Freud, Sigmund, Pulsiones y destinos de pulsión, Obras completas, Vol XIV, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1978.

[6] “La oposición entre subjetivo y objetivo no se da desde el comienzo (…) El fin primero y más inmediato del examen de realidad {de objetividad} no es, por tanto, hallar en la percepción objetiva {real} un objeto que corresponda a lo representado, sino reencontrarlo, convencerse de que todavía está ahí”, La negación, Tomo XIX, Obras completas, página 255. Op. Cit.

[7] Freud, Sigmund, Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico, Obras completas, Vol XII, página 224, Op. Cit.

[8] Freud, Sigmund, Pulsiones y destinos de pulsión, Op. Cit.

[9] Freud, Sigmund, El malestar en la cultura, páginas 92-93, Op. Cit.

[10] “un buen modo de acercarse a las transformaciones que han afectado a la vida privada durante el siglo XX consiste en preguntarse sobre la evolución del cuadro doméstico: la historia de la vida privada es primero la del espacio en que se inscribe. Prost, Antoine, “Fronteras y espacios de lo privado”, En: Historia de la vida privada, Vol. V, página 57. Op. Cit.

[11] Con individualización del niño quiero referirme a lo que para ciertos historiadores es expresión de los vínculos que unen las formas de privatización y la nueva conciencia del individuo y que a partir de los siglos del clacisismo –especialmente- tiene como consecuencia que el niño se desligue del linaje y emerja como individuo en Occidente. Es posible que formas actuales como la aparición de los derechos del niño y una preocupación jurídica por su condición se relacionen con dicho proceso.

[12] El malestar en la cultura, página 101, Op. Cit.

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