VISITA A FREUD

Tomado de:

PAPINI Giovanni (1931) GOG, España, Plaza & Janés, traducción de Mario Verdaguer, 1982, pp:117-122



Viena, 8 mayo

Había comprado en Londres, hacía dos meses, un hermoso mármol griego de la época helenista, que representa, según los arqueólogos, a Narciso. Sabiendo que Freud cumplía anteayer sus setenta años -nació el 6 de mayo de 1856- le envié como regalo la estatua, con una carta de homena­je al «descubridor del Narcisismo».

Este regalo bien elegido me ha valido una invi­tación del patriarca del Psicoanálisis. Ahora vuelo de su casa y quiero, inmediatamente, apuntar lo esencial de la conversación.

Me ha parecido un poco abatido y melancólico. -Las fiestas de los aniversarios -me ha dicho- se parecen demasiado a las conmemoracio­nes y recuerdan demasiado a la muerte.

Me ha impresionado el corte de su boca: una boca carnosa y sensual, un poco de sátiro, que explica visiblemente la teoría de la «libido». Se ha mostrado contento, sin embargo, al verme y me ha dado las gracias, con calor, por el Narciso.

-Su visita constituye para mí un gran consue­lo. Usted no es ni un enfermo, ni un colega, ni un discípulo, ni un pariente. Yo vivo todo el año entre histéricos y obsesos que me cuentan sus liviandades -casi siempre las mismas-; entre médicos que me envidian cuando no me desprecian, y con discípulos que se dividen en papagayos crónicos y en ambiciosos cismáticos. Con usted puedo, al fin, hablar libremente. He enseñado a los demás la vir­tud de la confesión y no he podido nunca abrir en­teramente mi alma. He escrito una pequeña autobiografía, pero más que nada para fines de propa­ganda, y si alguna vez he confesado, ha sido, por fragmentos, en la Traumdeutung. Nadie conoce o ha adivinado el verdadero secreto de mi obra. ¿Tiene una idea del Psicoanálisis?

Contesté que había leído algunas traducciones inglesas de sus obras y que únicamente para verle había venido a Viena.

-Todos creen -añadió- que yo me atengo al carácter científico de mi obra y que mi objetivo principal es la curación de las enfermedades mentales. Es una enorme equivocación que dura desde hace demasiados años y que no he conseguido di­sipar. Yo soy un hombre de ciencia por necesidad, no por vocación. Mi verdadera naturaleza es de ar­tista. Mi héroe secreto ha sido siempre, desde la niñez, Goethe. Hubiera querido entonces llegar a ser un poeta y durante toda la vida he deseado escribir novelas. Todas mis aptitudes, reconocidas incluso por los profesores del Instituto, me llevaban a la literatura. Pero si usted tiene en cuenta las condiciones en que se hallaba la literatura en Aus­tria en el último cuarto del siglo pasado, compren­derá mi perplejidad. Mi familia era pobre, y la poe­sía, según testimoniaban los más célebres contem­poráneos, rendía poco o demasiado tarde. Además era hebreo, lo que me ponía en condiciones de manifiesta inferioridad en una monarquía antisemita. El destierro y el mísero fin de Heine me desalentaban. Elegí, siempre bajo la influencia de Goethe, las ciencias de la Naturaleza. Pero mi temperamen­to continuaba siendo romántico: en 1884, para po­der ver algunos días antes a mi novia, alejada de Viena, emborroné un trabajo sobre la coca y me dejé arrebatar por otros la gloria y las ganancias del descubrimiento de la cocaína como anestésico.

»En 1885 y 1886 viví en París; en 1889 permane­cí algún tiempo en Nancy. Estas permanencias en Francia ejercieron una decisiva influencia sobre mi espíritu. No sólo por lo que aprendí de Charcot y de Bernheim, sino también porque la vida literaria francesa era, en aquellos años, riquísima y ardien­te. En París, como buen romántico, pasaba horas enteras en las torres de Notre Dame, pero por las noches frecuentaba los cafés del barrio latino y leía los libros más en boga en aquellos años. La baotalla literaria se hallaba en pleno desarrollo. El Simbolismo levantaba su bandera contra el Natu­ralismo. El predominio de Flaubert y de Zola se iba sustituyendo, entre los jóvenes, por el de Ma­llarmé y de Verlaine. Al poco de haber llegado yo a París apareció A rebours, de Huysmans, discípulo de Zola, que se pasaba al decadentismo. Y me halIaba en Francia cuando se publicó Jadís et nague­re, de Verlaine, y fueron recogidas las poesías de Mallarmé y las Illumínatíons, de Rimbaud. No le doy estas noticias para alardear de mi cultura, sino porque estas tres escuelas literarias -el Romanti­cismo, hacía poco tiempo muerto, el Naturalismo, amenazado, y el Simbolismo naciente- fueron las inspiraciones de mi trabajo ulterior.

»Literato por instinto y médico a la fuerza, concebí la idea de transformar una rama de la medici­na –la psiquiatría- en literatura. Fui y soy poe­ta y novelista bajo la figura de hombre de ciencia. El Psicoanálisis no es otra cosa que la transforma­ción de una vocación literaria en términos de psicología y de patología.

»El primer impulso para el descubrimiento de mi método nace, como era natural, de mi amado Goethe. Usted sabe que escribió Werther para li­brarse del íncubo morboso de un dolor: la literatura era, para él, «catarsis». ¿Y en qué consiste mi método para la curación del histerismo sino en hacérselo contar «todo» al paciente para librarle de la obsesión? No hice nada más que obligar a mis enfermos a proceder como Goethe. La confesión es liberación, esto es, curación. Lo sabían desde hace siglos los católicos, pero Víctor Hugo me había enseñado que el poeta es también sacerdote, y así sustituí osadamente al confesor. El primer paso estaba dado.

»Me di cuenta bien pronto de que las confesio­nes de mis enfermos constituían un precioso reper­torio de «documentos humanos». Yo hacía, por tanto, un trabajo idéntico al de Zola. El sacaba, de aquellos documentos, novelas; yo me veía obligado a guardarlos para mí. La poesía decadente llamó entonces mi atención sobre la semejanza entre el sueño y la obra de arte y sobre la importancia del lenguaje simbólico. El Psicoanálisis había nacido, no, como dicen, de las sugestiones de Breuer o de los atisbos de Schopenhauer y de Nietzsche, sino de la transposición científica de las Escuelas lite­rarias amadas por mí.

»Me explicaré más claramente. El Romanticis­mo, que, recogiendo las tradiciones de la poesía medieval, había proclamado la primacía de la pasión y reducido toda pasión al amor, me sugirió el concepto del sensualismo como centro de la vida humana. Bajo la influencia de los novelistas naturalistas, yo di del amor una interpretación menos sentimental y mística, pero el principio era aquél.

»El Naturalismo, y sobre todo Zola, me acostum­bró a ver los lados más repugnantes, pero más co­munes y generales, de la vida humana; la sensua­lidad y la avidez bajo la hipocresía de las bellas ma­neras: en suma, la bestia en el hombre. Y mis descu­brimientos de los vergonzosos secretos que oculta el subconsciente no son más que una nueva prue­ba del despreocupado acto de acusación de Zola.

»El Simbolismo, finalmente, me enseñó dos co­sas: el valor de los sueños, asimilados a la obra poética, y el lugar que ocupan el símbolo y la alu­sión en el arte, esto es, en el sueño manifestado. Entonces fue cuando emprendí mi gran libro sobre la interpretación de los sueños como reveladores del subconsciente, de ese mismo subconsciente que es la fuente de la inspiración. Aprendí de los simbolistas, que todo poeta debe crear su lenguaje, y yo he creado, de hecho, el vocabulario de los sue­ños, el idioma onírico.

»Para completar el cuadro de mis fuentes litera­rias, añadiré que los estudios clásicos, realizados por mí como el primero de la clase -me sugirie­ron los mitos de Edipo y de Narciso; me ense­ñaron, con Platón, que el estro, es decir, el surgir del inconsciente, es el fundamento de la vida espi­ritual, y finalmente, con Artemidoro, que toda la fan­tasía nocturna tiene su recóndito significado.

»Que mi cultura es esencialmente literaria lo demuestran abundantemente mis continuas citas de Goethe, de Grillparzer, de Heine, y de otros poe­tas: la forma de mi espíritu se halla inclinada al ensayo, a la paradoja, al dramatismo, y no tiene nada de la rigidez pedante y técnica del verdadero hombre de ciencia. Hay una prueba irrefutable: en todos los países en donde ha penetrado el Psicoa­nálisis ha sido mejor entendido y aplicado por los escritores y por los artistas que por los médicos. Mis libros, por otra parte, se semejan mucho más a las obras de imaginación que a los tratados de patología. Mis estudios sobre la vida cotidiana y sobre los movimientos del espíritu son verdadera y genuina literatura, y en Tótem y Tabú me he ejercitado incluso en la novela histórica. Mi más antiguo y tenaz deseo sería escribir verdaderas novelas; poseo un tesoro de materiales de primera mano que harían la fortuna de cien novelistas. Pero temo que ahora sea demasiado tarde.

»De todos modos he sabido vencer, soslayada­mente, mi destino, y he logrado mi sueño: conti­nuar siendo un literato aun haciendo, en aparien­cia, de médico. En todos los grandes hombres de ciencia existe el soplo de la fantasía, madre de las intuiciones geniales, pero ninguno se ha propuesto, como yo, traducir en teorías científicas las inspira­ciones ofrecidas por las corrientes de la literatura moderna. En el Psicoanálisis se encuentran y se compendian, expresadas en la jerga científica, las tres mayores Escuelas literarias del siglo XIX: Hei­ne, Zola y MalIarmé se unen en mí, bajo el patrona­to de mi viejo Goethe. Nadie se ha dado cuenta de este misterio que está a la vista y no lo hubiera re­velado a nadie si usted no hubiese tenido la óptima idea de regalarme una estatua de Narciso.

Al llegar a este punto, la conversación se des­vió; hablamos de América, de Keyserling y finalmente, de los vestidos de las vienesas. Pero lo úni­co que vale la pena de ser consignado en el papel es lo que ya he escrito. En el momento de despe­dirme de Freud, éste me recomendó el silencio acerca de su confesión:

-Usted no es escritor ni periodista, por fortu­na, y estoy seguro de que no difundirá mi secreto.

Le tranquilicé, y con sinceridad: estos apuntes no están destinados a ser impresos.

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