POLIS, DE LA PI A LA SIGMA .

Por Nikólaos Chalavazis A.

Me encuentro aquí, de nuevo, como cada pesado día en esta amplísima academia; mi trabajo, el mismo de todos los días de mi vida, ¡no preguntéis, oh daímones inmortales que siempre me acompañáis! ¿Cuál mi labor? no lo sé, si la supiera, si la resolviera, porque de eso se trata, de un enigma, podría libertarme a mí, a mis ancestros y a los descendientes de mi sangre y de mi mente.

Hace mucho tiempo que estoy atrapado en esta sacra arte, acompañado por los daímones protectores de mi profesión.

No quiero que entendáis ahora que os hablo… mejor dicho, ahora que os escribo, ahora que contempláis la sangre que manó del interior de mi cáñamo, ha eones quizás extinto, que cuando digo que estoy atrapado profiero una queja. ¡Ojalá pudieseis escuchar el sonido de mi risa cada vez que pienso en que en vuestras mientes podéis comprender tamaña idea! eso no lo guarda el papiro, por eso aunque ahora me revivís, que me hacéis hablar de nuevo a través de vuestros ojos, ¡oh inmortales mortales!, no me hacéis hablar del todo; a mi risa no la aguardó el papiro, al sonido no lo entiende la tinta negra.

Por eso, sacro lector, para mí “eidos divino”, “Theion eidos”, debéis reír, ¡en serio os lo digo!, para que la totalidad de mi ser reviva.

Y es que, ¡oh todos eternos!, ¡oh, ojos de la humanidad y la divinidad! ningún papiro, ninguna obra humana, especialmente la mía, aguarda a la esencia y a la substancia del creador.

Encierran las letras una “ousía”, un “noema” (sentido), y aún así, se esfuman porque cuando alguien las lea, las articule, no verá, por mucho que se esfuerce, más que una deformación, un simple suspiro de lo que en realidad fue al escribir.

Pero eso no lo es todo, porque yo mismo, yo el escriptor, cuando todavía vivo y releo lo consignado veo lo que los daímones escondían tras las letras, leo los silenciosos sonidos blancos entre los espacios de las letras.

¿Qué se consigna en la sacra escriptura? todavía no lo respondo. Cuando otro la lee, cuando otros ojos, ojos que son el logos por el cual yo existo, se disponen a entender lo que yo hice en vida, ya no comprenden lo que yo dispuse en el cuero, que para ese entonces estará deteriorado por el soplar de Cronos.

Cuando yo escribo “polis” hablo de una polis, no de la antigua Atenas, sino de Alexandreía. Cuando alguien lea algún día la lexis ya no será la misma Alexandreía que se deslizaba en gotas de tintas sobre la piel del cordero, no serán los mismos aires, ni los mismos deseos de los inmortales dioses.

Ni siquiera será la misma polis al pensarla yo, al mover mi mano, y mucho menos cuando escriba la letra pi; cuando haya alcanzado a la letra sigma, Alexandreía ya será otra muy disímil.

Tanto así que la polis fundada por el augusto Aléxandros bicorne, en la que yo laboro, lóbrego, solo, sacralizado por mis compañeros, no fue la misma concepción para Ptolomeo, quien le dio otra inmortalidad muy diferente.

De la pi a la sigma pasa toda la existencia humana, toda la existencia de los dioses.

Se dice que el escriptor se inmortaliza porque consigna su ser para que otros lo canten. Homero sigue vivo entre nosotros, por eso con él aprendemos a leer y a escribir, a cantar y a pensar a la virtud… a pensar en el nombre y la buena fama que se dirá de nosotros al morir.

El escriptor se inmortaliza porque muere; pero, ¿qué es lo que consigna, si, como queda dicho, de la pi a la sigma su esencia se desdibuja como el fumo de las libaciones que ascienden, arremolinándose, al cielo anchísimo? ¿tan solo y tan rápido de la pi a la sigma? ¿si no conoce a los ojos que lo revivirán? y es que pregunto, ¿debe conocerlos? primero hay que concocerse a sí mismo, cuidar de sí, para ver qué se puede consignar.

Aún así, es insuficiente.

Se consigna la pérdida, el desdibujamiento, las voces blancas y silenciosas de los daímones que se manifiestan justo en los silentes espacios de las letras.

El Homero que cantamos hoy, que recitamos hoy no es Homero, pero es el único suspiro suyo que poseemos ¡Gracias doy a los dioses por darme el don de poseer la lengua griega y de pisar las arenas del país de Homero! no es la arena tangible, mis pies calzan sandalias y pisan tierra egipcia, pero caminan en los himnos del poeta; himnos tan suyos como míos. Tanto así que me parece escuchar, a través de su voz, los gritos de los dánaos, la trepidación de los maderos aqueos, los bucles de la bella Helena, sentir los ladrillos chamuscados y golpeados de la ciudad de Troya y la agitación de los dioses en batalla; todo y más. El silencio de la distancia del tiempo que nos separa, pi y sigma, la afonía de Homero, el canto tácito de los dioses inmortales y caprichosos.

Escucho, mientras escribo solo, mientras el cáñamo raspa el cuero, a la grandeza de la Hélade, de mis ancestros y el agradecimiento de mi progenie. Escucho la magnificencia futura del cosmos micrós y megas, de los pastores que habitarán Creta, por ejemplo, y que defenderán su tierra reseca, olivos que hoy degusto, pastores que unirán la sigma con la pi, dirán “polis” y se reunirán conmigo al leerme; o con algo de mí, con mi pérdida.

Y es que estoy solo, escribo solo.

Pese a que trabajo en la gran biblioteca de la polis, no me he comunicado en años con los transcriptores.

Cuando menciono a la amplísima academia no os desubiquéis, quienesquiera que seáis, ¡oh sacros amigos!, porque no me encuentro en la marmórea sala central, llena de agálmata , de sabios y de extranjeros. ¡no! encuéntrome en un tálamo pequeño, en donde escasamente llega la luz a través de un orificio llamado “Ophthalmós Diós”, que se encuentra en el techo.

Estoy aislado porque ya no le hablo al presente. Se me encerró aquí porque provengo de un linaje descendiente del presuroso Hermes, porque debo escribir y hablar con el mutismo de mis ancestros y con el silencio de los daímones protectores.

¿Cuál es mi trabajo? ¿mi función? ya os lo dije, no lo sé.

Soy griego, es lo único que puedo deciros. Con eso os digo todo. No es cualquier cosa.

Mi familia, mis ancestros por definición, todos descendemos del críptico y místico Hermes, por eso el color de mis sandalias es dorado y hay unas insignias del numen en sus cordones prendidas.

Desde tiempos anteriores a los hombres actuales, los varones mayores de mi progenie han escripto. Soy uno de ellos. Mi hijo mayor también debe hacerlo; hablo en ese tono porque no lo veo desde que fue iniciado en las sacras labores de las artes de las letras.

He estado en este cuarto desde hace años porque ya no le hablo al presente; he estado encerrado aquí con los interminables pergaminos y escriptos de los varones, hijos mayores, de mi familia, aquellos que antecedieron.

He conversado con mis ancestros durante décadas, no importa cuántas, tampoco lo sé, sólo tengo la certeza de que cuando entré en este cuarto mi cuerpo era joven, ahora no lo es.

Mi vista se ha posado cientos de veces sobre las ideas de mis anteriores herméticos, me han dicho cosas, hablo con esas letras, con esas palabras, con esos dialectos que se van haciendo cada vez más antiguos. Han cambiado mucho los modos de escribir, de pensar, de nombrar, de hablar y de interpretar.

Yo soy un eslabón más entre la pi y la sigma, nada más.

La comida me llega con el único hombre que he podido ver en años, con Álalos, así le digo porque no conozco su voz; antes de él era otro, otro Álalos, pero debió de haber muerto porque Álalos, este Álalos, lleva ya bastante trayéndome de comer y surtiéndome con cueros y tinta.

A veces creo que es el mismísimo Prometeo en forma de sacerdote mudo quien viene a visitarme. Por eso le rindo veneración y le beso la mano, mano que he visto robustecerse y llenarse de manchas en la piel broncínea; he visto cómo se le han aclarado los cabellos de la barba y cómo los párpados se inclinan en sus ojos.

Álalos y yo a veces salimos a un jardín sagrado, en un costado de la biblioteca, construido sólo para mí. Siempre está verde y bello, a excepción del verano cuando los vientos del sur queman todo lo vivo. No sé quién cuida del vergel ni tampoco si alguien puede vernos a Álalos y a mí. Sé que salimos cuando no hay nadie. A la hora que sea que salgamos no hay gente, los han expulsado.

Yo le hablo a Álalos y nunca he escuchado su voz, Nuestros himatia hondean con el viento y nuestras sandalias hacen más estrépito que mi voz.

Nunca he deseado que Álalos hable, cuando lo haga, eso se me envió en un sueño, sé que moriré porque oiré la voz de la inmortalidad.

Pero Álalos, su cuerpo, decae, así como el mío mucho antes que el de él; a veces, cuando le hablo, veo su cansancio, no lo demuestra pero yo lo percibo, así como cuando lo he visto menos robusto y de andar más quedo. Álalos también se enferma. No sé quién cuida de él pero es él quien cuida de mí cuando yo me debilito.

Pero cuando le hablo a Álalos es como cuando hablo a vosotros a través de la manuscriptura, ¡oh lectores! no sé quién es más que lo que supongo que es. Álalos es una metáfora del cosmos todo.

¿Cuál mi labor? no lo sé, ya lo he dicho, por eso repito la pregunta continuamente.

Dice el relato que a Polyperchon se le apareció Hermes, su padre, porque su madre era mortal, y habló con él largamente. Le encomendó que escribiese hasta encontrar la verdad.

He buscado todos estos años entre los pergaminos alguna referencia al tan ansiado diálogo pero no encuentro más que las mismas ansias en mis ancestros.

Lo único que sé es que sólo escribiendo alguno de mi familia encontrará la verdad y, entonces, sólo entonces, terminará la labor de mi linaje: el hombre se volverá Dios o peor, si es como se me ha ocurrido pensar, los dioses se volverán hombres.

Lo interesante del asunto es que los escriptos de mi casta, al igual que todos los miembros, incluyéndome, han estado vedados a los demás; nadie nos lee, nadie puede hablarnos. Nos han sacralizado hasta encontrar la verdad. La apoteosis conlleva a la exclusión de la alteridad.

Soy, como todos mis antecesores, un gramático, un gramático griego. No es cualquier cosa, ya lo he dicho. Soy un gramático que no puede enseñar a escribir ni a hablar y que no puede ser leído, que debe, sin embargo, dedicarse a escribir para encontrar una verdad. ¡Estoy destinado a unos ojos!

La gramática es un arte sacra, es el máximo ideal de mi cultura porque depende del sonido, de su articulación, del otro, de un habla, de una escucha. La arte gramática es el invisible lazo que mantiene unidos a los helenos como pueblo, es la base de la sociedad y de la educación. la gramática es el sonido de la Hélade.

¿Pero por qué estoy condenado sólo a la escriptura? ¿al silencio?

Ya dije que reía de sólo pensar que vosotros, oh doctos descifradores, pensabais que yo me quejo. ¡no! ¡sois mi única esperanza!

Pero no podéis oír mi risa, sólo si reís por mí recuperaréis mi esencia. Entre mi risa, el silencio que la sigue y la vuestra está la verdad. Reíd mientras leéis, ya que os he pensado, y, al hacerlo, me causasteis el reír.

En los pergaminos de mis anteriores he leído y releído de todo lo que al hombre le está dado comprender: tratados de retórica, problemas hieráticos de matemáticas, geometría y astronomía, filosofía, poesía y política.

Todo ello, todas las pláticas con mis ancestros, me hablan de lo mismo: de todo y de nada, de la esencia humana y lo que ella tiene de divina, pero todo ello en griego, que no es cualquier cosa.

Todo me habla del silencio en griego que subyace a todas las preguntas de mis varones precursores y hoy, conmigo circunstantes; habla, también, de vuestros ojos anhelantes, de la conexión, ahora silenciosa, entre la pi, las demás letras, y la sigma, que conformarán el vocablo “polis”, que, al pronunciado, otra vez se borrará.

En las letras yacen las palabras todas, las ideas todas, desmembradas. Por eso la educación humana, la gramática, es hierática; mi pueblo ha entendido eso.

Los jóvenes se la pasan toda su vida aprendiendo las experiencias de los maestros; éstos, a su vez, alguna vez hicieron lo mismo y construyeron sus propias meditaciones, sus propias respuestas. Cada ser humano es único en tanto recibe particularmente una vida, unos maestros, unas formas de existir; por eso, cada ser humano es autónomo, emperador de su propio ser, carga con su propio Himation.

La arte gramática enseña leyes, las leyes que regulan la libertad del hablante, mejor, del viviente, del analizante de la vida. Se dan las leyes para que cada cual componga sus frases propias. Por eso la gramática es el arte humana más libre; brinda a cada aprendiz unas letras, las mismas a todos, contenedoras en potencia de todas las voces y sentidos; permite a cada ente ser un filósofo magno, articular, hablar a través de las leyes de la libertad, su filosofía.

Ya está dicho, la anarquía como concepción de libertad no es más que una diáfana carencia de formación. La mayoría de edad no es ausencia de la ley, de la postura, sino una aceptación de la ley propia. Llevar al Himation es difícil, nadie ha dicho lo contrario.

Y es que, si se piensa, la gramática es una metáfora de la vida entera. Todos los sonidos, sentidos, vienen dados en unas letras y en unas leyes. El hombre aprende durante toda su vida las palabras y las frases de los otros y, la construcción suya final, es también una frase.

El “no juzgues a nadie antes de conocer su final”, de Solón.

El ser vive como recolector de palabras, de frases, que condensa en una gran resistencia; no obstante, si lográsemos disolver a todas las sentencias de toda la humanidad, todas darían lo mismo: veinticuatro letras iguales; la misma humanidad. ¡se vive con leyes y veinticuatro grafemas!

¡Y cómo, según se articulen, cambian las civilizaciones y la visión del cosmos!

¡Qué tan diferente pensamos a los naturalistas jónicos y ahora, planteamos el mundo como nos lo legaron dos grandes atenienses!; no obstante, en el fondo, seguimos siendo lo mismo, hablamos en griego.

Pero la gramática es más que letras. Incluye al otro, a otro a quien exponerle las leyes; la retórica, la política, la poética, la música, dan cuenta de ello, de un auditor.

La arte gramática no son leyes estáticas y letras inválidas, es, por el contrario, movimiento, sonido, fluido, filosofía, filología. La gramática no es ni las leyes ni las palabras, es el silencio de las leyes, el sentido que surge de la articulación de las mismas. Por eso la gramática no es simple escriptura, es voz; no se puede quedar en el mutismo del pergamino, necesita del fluir entre varios. ¡esa es la democracia de la que habló Atenas! ¡ese es el helenismo que derramó Aléxandros!

Y yo, no obstante, estoy ahí, allí donde no puede quedarse la gramática, estoy en el aislamiento, en el silencio, en la escriptura, sin ojos instantáneos… espero, me imagino, que algún día esto llegue a esas mientes, falta todavía para la sigma. Apenas voy escribiendo la pi… y puede que ya vaya mucho más lejos que el resto de la humanidad.

¿Por qué es solemne mi labor? ¿cuál es mi liturgia? no lo sé.

¿Qué tengo que descubrir en este cuarto, entre estos pergaminos, con mis ancestros y los daímones? ¿conmigo aquí?

Por alguna razón Hermes nos hizo llegar a esto. ¿Es un castigo? ¿una recompensa? ¿hay una intención?

La gramática surge del sonido, de un sonido que se va al ser proferido. La gramática surge, entonces, del grito efímero y desgarrador que se dirige al otro antes de morir.

Hablamos porque morimos. Somos el sonido de la creación, nos desvanecemos apenas salimos de las falanges dentales de los dioses.

Los inmortales nos crearon por antojo, ellos no mueren, no son sonido, o son sonidos que no se desvanecen, por eso no se escuchan. Hemos sido hechos para cantarnos los relatos de quienes nos plasmaron porque debemos, como morimos, hacer trasnmisión y educación.

La cultura es la gramática, hay que recontarla cada vez, repetir las únicas leyes, porque en la repetición está el aprendizaje, la comparación y hasta la incomprensión de lo irracional. Así como he leído cientos de veces a estos vetustos pergaminos, los repito, para una vez, la primera, entender algo de ellos; la segunda una muy otra; lo mismo acontece con la tercera y con cuantas veces más haya relectura.

Pero es precisamente allí cuando, por lo menos yo, me doy cuenta de lo ininteligible e inaprensible que es la existencia. Es en esa reiteración en donde me he dado cuenta de que nunca he comprendido a los cueros; siempre es algo distinto, algo nuevo con las mismas coordenadas, igual en apariencia. Son los daímones quienes hablan, los silencios intergramáticos.

¿Por qué estoy aquí, pues?

Creo que tenía que estar en el silencio de la palabra para saber qué es la gramática, cuál la verdad.

Sólo cuando no se habla, allí está la verdad; de resto, es evaporación.

Hay que ir primero a la pi, luego a la ómicron, proseguir por la lambda y la iota para culminar con la esperada sigma y allí, entender que todo fue una aspiración y una exhalación de sonido.

El silencio es la inmortalidad de los dioses, justo lo que no se evapora ni se puede decir.

0 comentarios: